Los Harramachos de Navalacruz

En  esta pequeña localidad situada entre las sierras de la Paramera y Gredos, cada uno de sus muchos vecinos es una parte que encaja en un todo coherente que se vivió durante muchos años el sábado anterior a la Cuaresma como una liturgia unánime e identitaria, sin apenas contaminaciones que la desvirtuaran, una escenificación llena de arcanos y con constantes referencias a ritos paganos que vuelve a ser realidad.

Helechos, hojas de roble, musgo, agallones, pieles de animales, tela basta, cornamentas, ramas de piorno, barro… la tierra germinal y mantenedora como tal y la lucha por la vida que se levanta de ella, también la muerte.

Una lección de antropología llena de simbolismo que viaja al lejano pasado para recordar unos tiempos en los que el hombre vivía en constante comunión con la naturaleza, con la cual debía luchar, o buscar alianzas, para que la vida continuase.

 
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Hacía varios años que, de la mano de la Asociación Cultural Cantobolero, se había planteado la idea de evitar que esa enorme riqueza etnográfica, desgastada primero por la censura en los años franquistas y luego por la despoblación se perdiese inevitablemente, porque es una parte importante de la identidad de este municipio, seguramente la que mejor supo conservar su raíz como pueblo ganadero descendiente directo o indirecto del mundo celta. Y ha sido precisamente acudiendo a la memoria de esos mayores, explica Senen Fernández, como ha sido posible que los harramachos y demás personajes que durante siglos protagonizaron esa representación popular plural, con varios paralelismos en otros pueblos de la zona y también de otras provincias del norte de España –en Navalacruz con una mayor variedad de personajes y de ritos–, volviesen a cobrar vida.

Con la base de los «vagos recuerdos de los carnavales de mi pueblo que conocí siendo niño, con los quintos por la calle, unos muñecos que llevaban de aspecto grotesco y a la vez gracioso, de la comilona y de unos personajes con la cara tapada que se metían en sacos rellenos de heno y a los que llamaban harramachos», Personajes destacados en esa escenografía de resonancias celtas eran la ‘vaquilla’, un joven al que se pintaban tres cruces negras –una en la frente y otra en cada mejilla– que llevaba atada a la cintura una cornamenta y que se dedicaba a perseguir a todo el mundo y a levantar las faldas de las mujeres, encarnación del mal que iba acompañado por un vaquero que portaba un morral con chorizo, pan y vino para premiar a los niños que más fuerte tocaran los cencerros. La ‘vaquilla’ era conducida desde el campo hasta el pueblo con engaños, engatusada por el volar de faldas y la comida, y finalmente moría en la plaza precisamente a manos de una mujer, simbolizando seguramente el triunfo de lo bueno sobre lo malo, de la vida sobre la destrucción y la muerte.

También en la plaza eran quemados, literalmente, los dos peleles, uno representando a un hombre y otro a una mujer, que habían llevado los carátulas durante todo el recorrido, acudiendo con ese símbolo a la purificación del fuego que es tan común en la mayoría de las culturas. 

Especial relevancia tenían los quintos del año, grandes protagonistas de la fiesta, uno de los cuales, el más alto, era elegido ese día como alcalde, y ayudado por el alguacil dirigía todo el ritual de la ‘vaca’. Al volver desde el campo hasta el pueblo había que salvar un río, que todo el pueblo superaba cruzando el centenario puente de piedra a excepción del joven alcalde, que debía demostrar su fortaleza –el salto a la madurez– saltando el cauce ayudado por una larga vara que debía clavar en mitad del arroyo.

Las personas que acompañaban a los quintos eran partícipes muy activos de la fiesta, ocasión para la cual cambiaban su rutina diaria «poniéndose la ropa del revés, lo de delante atrás y lo de dentro para afuera, confeccionando gafas con agallas de roble y vistiéndose los hombres de mujer y viceversa en un curioso juego de cambio de identidades; muchas mujeres se ataviaban con el antiguo manteo de ruana de rayas grisáceas,  de borde inferior rojo, que se echaban a los hombros y a la cabeza dejando al descubierto sus pololos y sus capas de enaguas».

Pero los personajes más curiosos, temerosos y fascinantes, cada uno de ellos convertido en una suma de símbolos de raíz ancestral, eran los harramachos, especie de monstruos creados para dar miedo que eran interpretados por un puñado de vecinos utilizando para esa transformación los materiales que les ofrecía la naturaleza y la fuerza de su imaginación. Todos ellos iban con la cara cubierta, ocultando su identidad para que el terror que pudiese causar su horrenda visión fuese aún mayor.Había tres tipos de harramachos: «unos se adornaban con tiras de agallones de roble, otros se cubrían con pieles de animales y otros se introducían en sacos rellenos de heno. A estos últimos la ‘vaca’ solía embestirlos hasta que les reventaba las barrigas y salían ‘las tripas’ de hierba seca del relleno».

Jose Gálvez-cicu,  2020